
Cuando la vanidad no fisgonea, las maravillas vuelan alto, en cielo abierto y sin interferencia. A Duke Ellington este demonio jamás le sopló al oído, y prueba fiel es el modo en que siempre se expresó de uno de sus amigos más entrañables. «(Billy) no era, como algunos han mencionado, mi alter ego. Billy Strayhorn era mi mano derecha, mi mano izquierda y los ojos en mi nuca…«, escribió la leyenda en su autobiografía.
Mucho menos conflicto le causó al grandilocuente Duke que la canción por la cual millones lo veneran muchos años después de su fallecimiento, «Take the ‘A’ Train», hubiese salido de una mente distinta a la suya. Al final, se trataba de su querido Billy. «Damas y caballeros, quiero que conozcan y saluden a Billy Strayhorn, mi compositor y arreglista. Con ustedes… ¡Billy Strayhorn!», gritaba orgulloso Ellington en sus actuaciones, por si a alguien no le quedaba claro quién era aquel talentoso chico afroamericano cuyos sueños de adolescente retozaban en las teclas de un piano de segunda mano, pero cuya renta se pagaba con lo que ganaba como despachador y repartidor a domicilio de una farmacia.
El vínculo entre ambos surgió poco antes de la Navidad de 1938, cuando el director de orquesta, compositor, pianista y arreglista nacido en 1899 hizo escala en Pittsburgh para presentarse junto a su célebre big band. Alguien dio el pitazo al joven de la farmacia, bien conocido en la comunidad por su afición al jazz, y éste tomó el hecho casi como una visita papal, valiéndose de todo recurso a su alcance para faltar al trabajo y apersonarse en el concierto de su ídolo, el astro del bigotito que desde esos años ya transportaba la música más allá de la Vía Láctea.
Con decenas de murciélagos revoloteándole en el estómago y un plan ideado a trompicones, Strayhorn atestiguó el recital, y al finalizar se las ingenió para ir tras bambalinas, saludar a Ellington y pedirle un par de minutos. Deseo concedido, abrió el piano y tocó una versión abreviada de «Sophisticated Lady», dejando boquiabierto al artista, quien al instante le pidió que lo visitara en Sugar Hill, barrio de Harlem donde residía la burguesía negra y muy cercano a los grandes clubes de jazz. Cazador nato de talentos, Duke sacó un papelillo y le escribió las rutas para emprender el viaje a Nueva York. El gran resumen de la indicación decía: “Toma la Línea A del metro hasta Sugar Hill tan pronto llegues a la terminal de autobuses, en Penn Station”.
De aquel croquis devino la ocurrencia. En el trayecto Strayhorn escribió el basamento de una obra palpitante, majestuosa y eterna que se publicó en 1941 en formato instrumental y que colgó un farol de luz sobre la América de Roosevelt, mientras al otro lado del océano Hitler llenaba de cicatrices a Europa.
Joya Sherrill, Ella Fitzgerald y muchos más decoraron con su voz la “Take the ‘A’ Train” encumbrada por Ellington y concebida por Strayhorn, el chico negro que así cumplió el más alto de sus anhelos, dejando para asuntos de la memoria y la nostalgia la repartidera de medicamentos. La ciudad del acero lo recordaría como el chaval afable que de cuando en cuando, al arribar con el botiquín solicitado, pedía a los clientes entrar en sus apartamentos, tocar el piano un par de minutos y marcharse. A los que le concedían tales instantes de dicha, no les cobraba extras ni propinas. De ellos se llevaba un recuerdo grato y una idea pianística. Eran sus prácticas breves en canchas ajenas.
Trasladando tabletas, pastillas y jarabes, quedaba claro que a Billy solo le faltaba un golpe de suerte, un mentor y una mapa con las coordenadas rumbo a la inmortalidad.
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