El alhelí y la mandolina

Aún se buscan las palabras adecuadas para describir la mirada de Michael Stipe en la emisión Song Exploder, al revisitar las cintas de «Losing My Religion» treinta años después de que la canción hizo boom. Parece un chiquillo a punto de soltar el llanto porque se le ha desfondado su helado. Pero este niño está envuelto en arrugas. La vejez y el tiempo avanzando, desalmados, aunque con sus límites: los párpados se vienen abajo y despeñan sobre los ojos como rocas de montaña sobre el mar, pero la mirada no envejece. Esa canción, la que lo destapó todo con su «I thought that I heard you laughing, I thought that I heard you sing…«, tampoco. Tal vez la mandolina, siempre juguetona, haya sido la crema antiarrugas del single de 1991.

Como sea. Al viejo Michael le tiemblan los ojos turquesa cuando vuelve a escucharlo. No es de esos que detestan el hit que les despojó del anonimato en las calles, ni tampoco de los que lo cantan eternamente con tal de hinchar la billetera hasta el día del infarto. Al momento de hablar de la mastodóntica «Losing my Religion», Stipe y sus queridos R.E.M. cumplen una década retirados.

Ni en los diez años de camino previo al lanzamiento, ni en los veinte que transcurrieron hasta el día del adiós, los de Athens, Georgia, produjeron algo semejante. Fue una gema y una rareza del álbum Out of Time, con un título controversial, sin guitarras dominantes y con unas letras que, lejos de arponear a la religión, Michael escribió colando de contrabando al Michael del mundo real, el retraído, el esclavo de los nervios cuando ha sido flechado.

«Modifiqué una parte de la letra. Recuerdo que antes de que quedara ‘That’s me in the corner, that’s me in the spotlight‘, tenía escrito ‘That’s me in the corner, that’s me in the kitchen‘. Entonces, de lo que hablaba era de ser el tímido alhelí que se oculta en alguna esquina de la fiesta o del baile, y no se atreve a acercase a la persona de la que está locamente enamorado para decirle: ‘Me enamoré de ti. ¿Qué sientes con respecto a mí?’», confesó Stipe a Rick Rubin. «Así que esta relación solo sucede en su mente. Y no sabe si ha dicho demasiado o no ha dicho lo suficiente. Y ahí sigue, recluido en la esquina de la pista de baile, viendo a todo el mundo bailar, viendo al amor de su vida en la pista bailando con todos, porque es la persona más emocionante de todas».

De vuelta a Song Exploder y al momento exacto en que escucha su voz de joven cantando en todo lo alto «Losing my Religion», pero desprovisto de los demás instrumentos, Michael cierra los ojos, tensa la frente arrugada y menea la cabeza. Pide piedad. Le avergüenza quedar ahí, expuesto. Instantes después, abre los ojos, resopla como si la pena lo hubiese vapuleado y susurra: «Es muy duro eso. Mi voz suena desnuda, demasiado cruda, demasiado… a la deriva. Es difícil oírme así».

El cantante de la colosal agrupación que Kurt Cobain idolatró más que ninguna otra, que despachó millones de discos con un hit con mandolina y título ambiguo, completamente a la intemperie. Como si de pronto hubiese quedado en la pista de baile, bajo el foco, rodeado y observado por todos, lejos de su esquina y su refugio. Y entre esos todos, el amor de su vida, mirándolo, escrutándolo, esperando… a que pronuncie algo. Eso que, sin embargo, nunca se atreverá a confesar. Porque ante el amor de la vida, uno declara cadena perpetua, detiene al corazón y se calla por siempre.

«But that was just a dream, try, cry, fly, try, that was just a dream, just a dream…«

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