
En una entrevista con la española Leonor Watling en 2013, Tom Waits confesó su modo de existir, dislocado del resto del mundo: «Siempre he vivido al revés: de niño deseaba ser viejo cuanto antes, quería un bastón, un sombrero y una joroba. Ansiaba el momento de afeitarme, de tener una voz grave. Me fijaba en las características superficiales de la edad».
Y esa edad de adulto y esas cosas tan de seres maduros con innumerables millas recorridas y decenas de tragedias sucedidas, aunque irreales, fueron la obsesión y la urgencia de Waits cuando escribió «Martha», la balada suprema de Closing Time, su placa debut publicada en 1973, ideal para noctámbulos, bohemios que visitan tugurios y asiduos a tabernas llenas de humo, esos a los que hay que avisar que el bar ya debe cerrar.
¿A quién se le ocurriría brincarse los años maravillosos, esos sin manchas en la cara ni dientes desportillados, y añorar la pronta llegada de los dolores de espalda, las empastilladas sin consultar al médico y los estreses del salario escaso, el mantenimiento alto y los hijos desubicados en medio del gasto?
Con veinticuatro años, Tom Waits creó en esa canción a Tom Frost, un hombre de sesenta y tantos que pone en pausa su presente monótono y decide buscar a una novia de la adolescencia, cuarenta años después. Se posa en un teléfono esquinero con el avispero en las tripas, descuelga la bocina y marca a la operadora para que lo enlace en larga distancia con Martha. Ya se han ido los veranos, cientos de recuerdos y sabrá Dios cuántas tonteras más. Ambos se casaron, cada uno con su cada cual, y vivieron para todo eso que ellos nunca pudieron. “And those were the days of roses, poetry and prose and, Martha, all I had was you and all you had was me. There was no tomorrows, we’d packed away our sorrows, and we saved them for a rainy day…”
En el firmamento de aquel primer Waits, las canciones servían para habitar una vida que aún no llegaba, para sufrirle a alguien por adelantado. Hacía falta que algo hiciera falta. Y para esa carencia placenteramente dolorosa, existen las mujeres como Martha, los amores de toda la vida que no permanecen a tu lado ni media juventud. A falta de que la realidad les dé casa, tres comidas y techo, la fantasía las protege y la nostalgia las hospeda. Tom Waits compuso aquella maravilla para figurarse viejo y desdichado por culpa de un amor esplendoroso pero imposible. “I guess that our being together was never meant to be. And Martha, Martha, I love you, can’t you see?”
Martha nunca existió, pero Waits la hizo existir, al igual que a su devoto Tom Frost, el otro Tom que él jamás fue, pero que imaginó ser. Y los hizo enamorarse y arrebatarse de amor por un tiempo, y luego romperse, llorarse y distanciarse como dos pugilistas que se van a su esquina a echarse agua en las cortadas y a sobarse la piel magullada.
El cantautor de la piocha no le dio a su tocayo ficticio un bastón, un sombrero y una joroba, pero sí lo dotó de un amor perdido, una añoranza invencible y una cabina telefónica cercana y desocupada.
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