
El sencillo de protesta más grande en la historia de la música no es reconocido así por el mismísimo hombre que lo creó.
«Esta no es una canción de protesta ni nada por el estilo, porque yo sencillamente no escribo canciones de protesta», afirmó Bob Dylan parado en la diminuta tarima del café-restaurante Gerde’s Folk City, con su armónica obstruyéndole los gestos, con el riesgo de estar expresando una mentira y el beneficio de que nadie podía rebatirlo. En efecto, en esa noche del 16 de abril de 1962, ninguno de los asistentes al pequeño inmueble de Greenwich Village objetó la aclaración del joven de pelambrera caótica, camisa azul abotonada hasta el cielo y chaqueta de cuero negro. Caprichos del calendario, tocó que fuese un lunes cuando sonó la primera interpretación en directo de «Blowin’ in the Wind», aunque para la mayoría de los presentes la canción tuviera la misma relevancia que una hamburguesa. Acaso subestimando al menudo protagonista del escenario, nadie captó la magnitud y magnificencia de los dos versos -Dylan añadiría un tercero poco después- que salieron de la boca del cantautor nacido en la apacible Duluth. Difícil imaginar que en esta velada sucedía otro desembarco en Normandía, uno musical.
Faltaban meses para que «Blowin’ in the Wind» fuese elegido como el fundamental corte de apertura de The Freewheelin’ Bob Dylan, la placa en cuya portada aparece el músico paseando en una calle congelada de Manhattan del brazo de Suze Rotolo, una neoyorquina que colocó su ritmo cardíaco a un tris del colapso. «Desde el día que la vi, no pude quitarle los ojos de encima. Era lo más erótico que había visto. Una chica hermosa con esa sangre italiana», diría sobre ella.
Áspero y desde entonces ajeno a los prototipos ideales del pop, Dylan tomó como base la vieja melodía de tallo espiritual contra la esclavitud, «No More Auction Block», y le colgó una letra con nueve preguntas y una sola respuesta en forma de estribillo que clarificaba todo y nada a la vez: «The answer, my friend, is blowin’ in the wind. The answer is blowin’ in the wind…»
El manuscrito original va a contraflujo de lo que implicaría la manufactura de uno de los cortes más altos de todos los tiempos, por no decir que parece salir de un salón de clases: con un lápiz de punta chata, Dylan garrapateó la letra en un trozo de papel estraza arrugado, encerrando el título entre corchetes, omitiendo el apóstrofe en Blowin, yéndose chueco en cada enunciado, tachando una palabra que jamás se conocerá en la línea «How many times must a man look up?» y dejando un espacio en «How — ears must one man have before he can hear people cry?«
Todo claro. A juzgar por esa inestimable hoja tamaño carta, el trovador fluyó sin trabas en los diez minutos que le tomó componer su himno. Justo en la época de la lucha por los derechos civiles, y aún negándolo, el joven Dylan le habló al mundo con los arrestos de un caudillo y la prosapia de un poeta de cabellos blancos: “And how many years can some people exist before they’re allowed to be free?”
«No hay mucho que pueda expresar sobre esta canción, excepto que la respuesta está en el viento. No se encuentra en ningún libro, película, programa de televisión o grupo de discusión. Está en el viento, y está soplando en el viento», insistió el bardo de Minnesota, aniquilando las afanosas búsquedas de todos los que escriben libros pretensiosos para explicar canciones personalísimas.
Tercos autores que no tendrían que escribir cientos de páginas si solo comprendieran que lo que baila en el aire es invisible, indescifrable e indescriptible.
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