
Muy a tono de aquella frase, un extraño llama a la puerta. Veinte segundos después, abre Olivia Zand, la señora de la casa, la anfitriona de mejillas arrugadas y mirada fundida, una dama solitaria estrenando un tipo de vida sostenido en un amor que puede sentirse pero ya no tocarse: el amor de su hijo fallecido.
El visitante la ha encontrado con la paciencia de un búho, la terquedad de un detective y la voluntad de un ente, alguna vez en jaque, que trae la gratitud en la boca y un corazón ajeno bombeándole el pecho: el corazón del hijo que Olivia perdió. Un trasplante tiempo atrás, el único motivo de este encuentro.
“And just like that your life can change, look what the angels send, I lay my head upon his chest, and I was with my boy again…”, canta Bonnie Raitt en “Just Like That”, con esa voz granulada cuya tarifa no puede pagarse.
En el verso se despliega la charla entre ambos, sentados con las manos abiertas sobre los sillones, junto a una mesita baja, dos vasos de agua que ninguno toca, un televisor apagado que les devuelve su reflejo y un ventanal por el que se cuela la poca luz que ofrece la vida, la siguiente vida que ya no lo es tanto. “My boy might still be with me now, he’d be 25 today. No knife can carve away the stain, no drink can drown regret. The say Jesus brings you peace and grace, well, He ain’t found me yet…”
Antes de marcharse, el visitante agradece una vez más a Olivia por las dos vidas que alumbró. Se pone en pie, da un primer y último sorbo, y se despide, mientras la guitarra viene y va, bajita y delicada, casi muda, apenas susurrante. La canción acaba entre millones de “Na na na na na” que Bonnie Raitt recita más de un minuto, como el arrullo de una madre, muy cerquita, meciendo a su bebé, en pos de la siesta, entre brazos, bajo las estrellas.
Olivia Zand no existe en realidad. Y a la vez sí. Algunas de las innumerables tragedias que reportan los vespertinos se entierran en el alma sin remedio y en 2018, después de mirar en un noticiario la historia de una mujer devastada que había decidido donar el corazón de su hijo, Bonnie apagó el televisor y tomó un bolígrafo. El periodista de la historia exponía la primera vez que aquella madre se reunió con el beneficiario del trasplante, quien la buscó para agradecerle todo y un poco más que todo: pegar su sien en el pecho. Y escuchar. Y sentir el latido. Y revivir unos segundos, antes de decir adiós a su hijo otra vez.
“Aquello simplemente me partió”, dijo Raitt en una conversación con el sitio American Songwriter, meses antes de que “Just Like That” ganara el Grammy por Canción del Año de 2022. “Fue la imagen más conmovedora y sorpresiva. En ese instante me prometí escribir una canción sobre lo que supone algo así. Cada vez que me entero de que una familia dona órganos cuando su hijo ha sido asesinado o se da una muerte súbita, me paralizo. Hablamos de la compasión y el amor para poder pagar algo de tal magnitud, de esa manera tan increíble, con la gratitud del destinatario y lo que debe ser todo esto para los involucrados”.
Hay quien dice que en la vida solo hay dos asuntos irreparables: el quiebre de un cristal y la muerte de un hijo. En aquella plática entre la madre desamparada y el hombre que estrenaba un medio de supervivencia, el vidrio de los ventanales lucía completo. Toda la destrucción, la pena y la zozobra estaban contenidas en el alma de una mujer que, pese a ello, no mostraba una sola fisura.
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