22 de enero de 1946

Ervin Drake no tuvo que llegar a los veinte para declarar en todo lo alto, frente al espejo y en soledad, que una corista estudiantil de nombre Edith Bein era la mujer de su vida. La había conocido en una audición meses antes de que iniciara la Segunda Guerra Mundial, la abordó y pronto se las arregló para encadenar varios paseos de manita sudada.

Después de coronar sus muchos encuentros diurnos con insomnios prolongados propios de un enamorado que no quiere pegar el ojo por la efervescente ansiedad de la próxima vez, a Ervin se le encapotó poco a poco el cielo. “Empezaron a pretenderla todos esos hombres estilo Wall Street. Simplemente, sentí que no podría competir con eso, así que un día decidí salir de su vida”, recapituló el letrista y compositor en una entrevista en 2009.

Habiendo bajado a las profundidades de una depresión sin amaneceres cuando supo que Edith se había casado con otro, Ervin escuchó una melodía de la pianista Irene Higginbotham que conectó con su tormento y le hizo suspender el letargo. “Fue precisamente lo que había sentido cuando Edith me dejó, así que en cuestión de veinte minutos escribí toda la letra de ‘Good Morning Heartache’».

Destino, boca en boca y la insistencia del neoyorquino de que una cantante fulgurante recitara sus dolencias, dos meses después Billie Holiday, entonces en su punto más boyante, entró al estudio a grabar la composición a condición de hacerlo con la orquesta de cuerdas de Bill Stegmeyer. Fue el 22 de enero de 1946 y hubo que mirar eso de cerca para nunca olvidarlo. “Decidí no estar en la sala de control, sino acompañando a Lady Day. Ella estaba de pie, frente al micrófono, y yo en una silla, al alcance de la mano. Fue una sola toma. Fue maravilloso”, recordó Ervin.

Good morning, heartache, here we go again. Good morning, heartache, you’re the one who knew me when. Might as well get used to you hangin’ around…”

Conmovido con ese vibrato espeso que arrulló su desazón, Drake vio a Holiday salir presurosa del estudio para ir a pasear con Mister, su fiel acompañante, un imponente perro Boxer que, según los dedicados a escribir del backstage de la turbulenta vida de la cantante, fue el gran amor de Billie, una mujer que durmió en reformatorios, padeció maltratos, fue violada por un vecino cuando tenía once años y poco después se prostituyó en un burdel donde, entre penumbras, se dejaba caer la aguja sobre elepés de Bessie Smith y Louis Armstrong. Al calce de los acostones sin nombre ni apellido, Holiday no sabía si tendría sexo con un descorazonado promedio, un alto masón o un primo lejano; la del bajo Baltimore recibía su pago y alimentaba su pasión con ese jazz flotante en el lugar menos pensado. Y ya. Cerraba los ojos a los hombres y le abría todo a esas dos voces celestiales que le alumbraban el alma en medio de las habitaciones recién alquiladas y perfumadas de calentura y desolación.

Pero en aquel enero, Billie sí complació a un hombre, un desdichado y recibió una buena paga por quince minutos, mientras su leal Mister aguardaba afuera.

La grabación de “Good Morning Heartache” en 1946 fue el gran cruce de caminos de Holiday y Drake. A partir de ahí, los años les marcaron rumbos opuestos. Billie colapsó muy deprisa, sin dinero y esclavizada al alcohol y a la heroína hasta su muerte en 1959 por una cirrosis hepática. Ervin se hizo mayor y vio cómo Ella Fitzgerald, Diana Ross, Alicia Keys y otras tantas voces versionaban su creación. Y todavía la vida perfumó su adultez en 1975 con la mayor de las sorpresas. A los cincuenta y seis años, cuando ya experimentaba calambres y achaques que no sabía que existían, recibió una llamada que había dejado de esperar décadas atrás. “Ervin, probablemente no me recuerdes, pero…” El compositor interrumpió… “Edith, ¿dónde has estado toda la vida?”

No era toda la vida. Solo habían pasado treinta años.

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