
«Así que empecé a tocar, era solamente un pequeño riff que flotaba en mi cabeza. Una cosa llevó a la otra y repentinamente estaba cantando y alentando a que las chicas repitieran todo después de mí. Entonces, pude sentir que la sala completa saltaba y vibraba, y que pasaba algo bárbaro».
Todo lo que la memoria de Ray Charles pudo rescatar de aquella emocionantísima noche de diciembre de 1958 queda corto. Lo sucedido en un pequeño recinto de Pittsburgh es, en esencia, el fundamento de «What’d I Say», la composición que la revista Rolling Stone juzgó como la décima mejor entre las quinientas canciones más grandes de la historia.
Sin embargo, ninguno de los nueve temas ubicados por la publicación en posiciones más altas tiene un origen tan inverosímil. Ray labró «What’d I Say» sin una pizca de intención. Muy mono y afeitado, llegó esa noche al salón de baile junto a su cuadrilla de músicos y coristas con ningún otro propósito que amenizar una fiesta local, vía un contrato que les obligaba a tocar durante cuatro horas con un receso de treinta minutos. Encorbatado y amable, el joven de Georgia armó un recital antológico para las decenas de invitados a la comilona y su sonrisa magnética, la más recordada en la historia del soul estadounidense, embadurnó cada nota salida del piano. Todo en modo allegro hasta que el cálculo inicial se descuadró: a falta de doce minutos, el repertorio dispuesto por Charles y sus secuaces se había agotado.
Se dice que el astro manejó la tensión momentánea sosteniendo una nota en su teclado Wurlitzer y comprando con ello segundos dorados para sacarse un conejo del sombrero. Más que llenarse de gloria y tallar su nombre en los muros del Olimpo, el propósito del pianista fue salvar el cheque más jugoso del año y pagarse una buena cena… a las afueras de Pittsburgh.
«Dije a los chicos… ‘Escuchen bien: haga lo que haga, ustedes síganme’. Y a las coristas les pedí lo mismo: ‘Todo lo que escuchen que canto, simplemente repítanlo. No importa lo que oigan’», recapituló en el programa televisivo de David Letterman.
Sin soltar el Wurlitzer, Ray destapó sus habilidades de pulpo, alcanzó el bajo y empezó a tocar el riff que hoy medio planeta reconoce como el portón de entrada a su gran clásico. La velada que parecía enfilar hacia la pista de aterrizaje recobró el vuelo y los presentes menearon los cuadriles y empezaron a sacudir los hombros con la vehemencia de quien cree que tiene un avispón encima, a punto de clavarle el aguijón. El revoloteo entre las mesas fue un tributo a la algarabía y a la vida misma, mientras Charles y sus coristas empleaban la infalible táctica de ida y vuelta en las iglesias, esa en la cual el pastor y los fieles intercalan frases y se alargan tanto como una dictadura. «La iglesia era algo muy simple«, recordaría el músico en su autobiografía. «El predicador cantaba y recitaba, y la congregación entera le devolvía el cántico«.
Terminada la improvisación de más de diez minutos, Charles y su banda se llevaron una ovación atronadora y fueron abordados por varios asistentes en estado de éxtasis, con el oído retumbando y el corazón bajo ataques taquicárdicos. Ray acababa de entonar mil veces «Ah! make me feel so good..!» y mil y un veces sus coristas le habían contestado «Make me feel so good..!«, construyendo el gran salmo del soul que en febrero de 1959 fue capturado oficialmente en el estudio de grabación.
«Si no eres capaz de entender ‘What’d I Say’, entonces algo está mal. O es eso… o no estás acostumbrado a los dulces sonidos del amor”, sentenció el negro de las gafas de pasta ancha cuando su composición ya vivía entre la fascinación colectiva y los relatos generacionales que se platican junto a una fogata. La canción que surgió en aquel diciembre para rellenar doce minutos, salvar un cheque y premiarse con una buena cena… a las afueras de Pittsburgh.
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