The Smiths, al pie de la cama de Isabel II

Estadio Azteca. 18 de junio de 1986. Gary Lineker le mete uno, dos y tres goles al seleccionado de Paraguay. Como si solo jugase él, se los engulle completitos. Cien mil hinchas vitorean a este fenómeno con el 10 rojizo en el dorsal que no es el argentino Maradona ni el brasileño Zico, pero que hace delirar a los suyos, a toda Inglaterra, llevándolos a los Cuartos de Final de un Mundial de fútbol disputado predominantemente de día y cuya mascota es un chile verde.

Este mismo día, pero en el otro extremo del Atlántico, la revista NME publica una entrevista con The Smiths, donde le pide al cuarteto de Manchester que diga todo lo que tenga que decir de un título en llamas como “The Queen is Dead”. Así han etiquetado su nuevo disco y la canción de apertura.

Enemigo temperamental de las monarquías, de las hamburguesas y de todo lo que despida olor a carne chamuscada, Morrissey responde con esa voz sutil que parecería no tener sierra: “No quise atacar a la monarquía como un borracho monstruoso, pero a medida que pasa el tiempo, esta felicidad que sentíamos se diluye poco a poco y es reemplazada por algo que es totalmente gris y desolador”.

Dardos aparte, en la parte central de «The Queen is Dead», el flaco copetudo canta: «So I broke into the palace, with a sponge and a rusty spanner. She said ‘Eh, I know you and you cannot sing’, I said ‘That’s nothing, you should hear me play piano’«. Un diálogo en los mismísimos aposentos de la Reina Isabel II. Un encuentro en Buckingham salido de las fantasías de Morrissey… y a la vez no. En julio de 1982, Michael Fagan, un joven pintor y esquizofrénico se las ingenió para burlar la seguridad de la Familia Real británica y llegar hasta la recámara de la monarca con una mano ensangrentada y un trozo de vidrio en la otra. En este punto burbujean muchas versiones. La mayoría señala que, antes de su detención, Fagan conversó con ella diez minutos sin mayor jarana ni alboroto. En otras se dice que un rápido grito de Isabel II provocó la irrupción de los guardias, quienes sometieron al joven.

Fascinado por la crisis en Buckingham, y siguiendo aquel proverbio árabe («Todo enemigo de mi enemigo es mi amigo«), Morrissey se decanta por la primera versión, a todas luces más vendedora. Y de ahí crea una historieta. Y una canción. Y un disco. Con aplomo se faja el pantalón y espera a que lleguen los tabloides a cuestionarle su insolencia. Nada le tiembla. Ha de tener menos problemas que los que padeció Fagan cuatro años antes. Y Thatcher no irrumpirá en la nueva gira de The Smiths para arrestarle, enviarle a la horca ni internarle en un psiquiátrico. Será un maldito rockero de Manchester, vegano, vulgar, lenguaraz y muy incómodo. Hasta ahí.

Estadio Azteca. 22 de junio de 1986. El argentino Maradona, con el 10 plateado en el dorsal, se engulle solo a Gary Lineker, al seleccionado de «La Rosa» y a toda Inglaterra. A partir de este domingo, el chaparrón quedará fichado. Su apellido brotará con inmediatez y su recuerdo, eludiendo camisetas blancas, no se diluirá.

Michael Fagan será eternamente ese Spiderman que asaltó Buckingham y esquivó todo dique de seguridad hasta recobrar el aliento en el dormitorio de la Reina; Diego Maradona será por siempre el semidiós de muslos fortísimos que dribló a una legión de ingleses y disparó a quemarropa ante la portería mexicana. Genios locos, ambos.

El pequeño Barrowlands de Glasgow. 16 de julio de 1986. La manga británica del The Queen is Dead Tour comienza. Antes del encore, Morrissey muestra a los galeses una pancarta que dice “The Queen is Dead”. Cientos aplauden. El tercero de los osados no trepa castillos ni gambetea sobre pastos aztecas a velocidad cometa, pero tiene voz de terciopelo y una sierra en la laringe. Es apuesto, persistente y terco, y el día que se cumpla su ácido anhelo, mientras toda Inglaterra y Gary Lineker le lloren a Su Majestad, a su incendiaria canción se le colgará una extrañísima medalla concedida por miles de aldeanos esparcidos por el mundo. Y será, por días y días, trending topic. Una forma distinta de llegar a la cúspide.

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