
No hay una cifra exacta, pero según los registros, aquella sesión de grabación en abril de 1963 costó entre treinta y cincuenta dólares. Y todo, para inmortalizar una tanda musical caótica en un pequeño estudio de Portland: el grupo se adelanta accidentalmente en uno de los versos, el baterista Lynn Easton tira una baqueta, y la interpretación del vocalista Jack Ely parece la de un pirata encolerizado y azotado por un mar picado. «¡Harán que mi equipo estalle!», grita Robert Lindahl, el ingeniero de sonido asignado a la grabación de The Kingsmen.
Uno de los mitos, el más relevante en caso de ser cierto, es que el propio Ely lanza sus berridos en la más incómoda de las posturas: arqueando la espalda y forzando la voz. «Tuve que echarme para atrás y cantar con un micrófono pendiendo del techo. Fueron más gritos que cánticos porque yo intentaba sonar con mayor potencia que los instrumentos», recordaría Ely tiempo después.
Siete meses después de que los entusiastas The Kingsmen graban su atropellada versión de «Louie Louie» financiados por la mamá de Easton y sin poder hacer más de dos tomas, el presidente John F. Kennedy es tiroteado sobre un descapotable negro en Dallas. Y tres meses después del crimen, el FBI emprende una investigación a fondo, pero no para abonar a las pesquisas del asesinato que ha mutilado a una nación completa, sino para saber si las letras de «Louie Louie» contienen líneas obscenas, como empieza a afirmarse en algunos rincones de Estados Unidos. La polémica se basa en meras conjeturas, ya que la original «Louie Louie», escrita por Richard Berry en 1953, habla sobre un marinero que echa de menos a su mujer, quien espera por él en la cálida Jamaica. Pero la grabación del quinteto de rock de garaje es tan deficiente y rupestre que muchos hallan en la interpretación de Jack Ely mensajes lascivos y subiditos de tono.
En febrero de 1964 las quejas se multiplican, el Gobernador de Indiana, Matthew Welsh, califica la canción de «pornográfica hasta hacer que hormigueen los oídos» y la carta de un padre furioso por lo que su hija está escuchando llega hasta el Fiscal General de Estados Unidos, Robert F. Kennedy. «Nuestra tierra se está acercando a un estado de degradación moral extrema con este tema, el sexo y la violencia en la televisión. ¿Cómo podemos terminar con esta amenaza?», ha escrito el atribulado caballero.
El alboroto ligado a una canción pésimamente grabada se ha interpuesto en el luto colectivo, desatando lo inaudito: las mentecitas de un país recién descabezado claman justicia para John con la misma vehemencia con la que piden escudriñar los orígenes de Louie. El rifle utilizado por Lee Harvey Oswald y la supuesta perversión de Jack Ely -nadie ha pronunciado el nombre «Louie» como él- acaparan las conversaciones y las presunciones que no alcanzan a reunir pruebas irrefutables.
Mientras millones aguardan sendos veredictos, los señalados Oswald y Ely ciertamente tienen en común que ya ninguno está preocupado por lo que se diga de ellos: el primero ha muerto y el segundo ha desertado del grupo que él mismo fundó, no por la controversia, sino por un pleito barato con el baterista Lynn Easton. En tanto, el single despacha en promedio 20,000 copias por semana y sube hasta el segundo lugar del Billboard.
En septiembre de 1964, la Comisión Warren anuncia que Lee Harvey Oswald es el asesino de John F. Kennedy y que ha actuado solo. Quinientas cincuenta personas han participado en la investigación y la carpeta se cierra sin más. Con respecto a la suciedad en los cánticos de Ely, el caso se extiende treinta meses hasta que llega un veredicto tan insatisfactorio y difícil de explicar como el olor del viento: «Poco concluyente. La grabación es ininteligible a cualquier velocidad.«
Aparente y ridículamente más compleja que un crimen presidencial, tal conclusión empata con un ritmo de ventas incontrolable de The Kingsmen: su «Louie Louie» registra ocho millones de discos vendidos para junio de 1968, mes en el que Robert, el Kennedy que recibió miles de quejas por la mentada canción, muere baleado en el Hotel Ambassador de Los Angeles.
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