
Bill y Paul no sumaban treinta y ocho años entre ambos, pero osadía y valentía les sobraba. En aquella tarde de 1980 particularmente calurosa en el alto Manhattan, los chicuelos se las habían ingeniado para cachar ride tras alzarle el pulgar de ayuda al conductor de una robusta y motorizada Ford Econoline.
Según consignó el autor Stephen Davis, los autoestopistas provenientes de la aburrida y rural Indiana quedaron tiesos apenas atisbaron el paisaje neoyorquino y el reflejo incandescente del Empire State, rascacielos del que sabían más por el amor de un gorila hacia una rubia que por una visita guiada para turistas foráneos.
Pese al embobamiento, Bill alcanzó a notar la señal de la última salida para bajar en Manhattan y pidió al conductor parar, pero éste se negó. Treinta dólares y dos ruegos cambiaron el parecer del samaritano y en minutos los dos chavales yacían zigzagueando en el asfalto, arriesgando la cadera y danzando entre cofres por la caótica Interestatal 95, arteria flanqueada por muros viejos y altos, tan altos que apenas y se asomaban los techos de los edificios circundantes.
En plena corredera Bill y Paul hallaron una escalinata de emergencia, escaparon a los bocinazos y aparecieron sudorosos y agitados en un vecindario de Washington Heights donde toparse con un rostro blanco era más anómalo que dormir con una salamandra. “Hicimos autostop por el país y en aquel viaje terminamos varados cerca del Bronx, en la jungla de Nueva York, y este viejo negro se nos acercó a mí y a mi amigo, íbamos de mochileros, no teníamos dinero suficiente para una Coca y estábamos sentados a un costado de la autopista. De pronto este viejo me gritó… «¿Sabes dónde estás? ¡En la jungla, bebé!, y vas a morir», contó el rockero en 1987.
Dieciocho años después de aquel aterrizaje forzoso y a dieciocho kilómetros de distancia de ese barrio carente de mejillas blancas, el pelirrojo y otros cuatro carismáticos forajidos convirtieron el pequeño The Ritz de Nueva York en un hervidero de fanáticos extasiados y chicas excitadas. Vaya, molecularmente Bill seguía siendo Bill, pero ahora era un rockstar incontenible, imparable e indomable que había cambiado su nombre y apellido de bibliotecario por Axl Rose, un ocurrente y puntiagudo anagrama de “oral sex”.
Era otro. Sobre el escenario de aquel recinto del East Village se contoneaba cual culebra, sin playera, enfundado en pantalones de cuero, con tirantes Harley Davidson cubriéndole los pezones y un paliacate azul conteniendo su pelambrera porque, según dijo una vez, Dios no le concedió la melena bella y dócil de un futbolista argentino.
Cantando “Welcome to the Jungle” a todo pulmón en esa noche de 1988, estaba claro que Rose había sobrevivido al conjuro del anciano de Washington Heights, pero evocaba las palabras de éste, el desafío de éste, la sentencia a muerte de éste. En ninguna otra interpretación de aquella gira de Guns y en ningún otro corte del frenético Appetite for Destruction, Axl era más Axl que en la oda a la jungla con la cual abre el álbum debut más vendido en la historia del rock. Desde el alarido sostenido de los primeros treinta segundos hasta el jadeante “My, my, my serpentiiiiine…” con el que algunas groupies se aproximaban silenciosamente al orgasmo, era toda suya.
En esencia, “Welcome to the Jungle” es a Axl lo que “Sweet Child O’ Mine” es a Slash. Y en esto se funda la gloria de Guns N’ Roses como quinteto, el pico, la cima de su muy inconsistente carrera. En los tiempos del glam, para ser la mejor banda del mundo, había que ser también la banda más peligrosa del mundo. Y tener un líder peligroso y un himno planetario que fungiese como su gran grito de guerra.
Acompañado por su fiel amigo Paul y convencido de que sangrar era mejor que bostezar, Bill Bailey dejó atrás la apacible Indiana en 1980 y viajó miles de kilómetros hasta intentarse en terrenos inhóspitos, en una selva de asfalto en medio de callejones sin garantías ni habitantes semejantes a él, con el único propósito de calibrar su juventud y darle el primer sorbo a un futuro que fuera todo menos aburrido. Con un encuentro abrupto y tres frases lapidarias, un anciano le dio sentido a su larga travesía, le removió los intestinos y lo hizo experimentar por vez primera la sensación de muerte.
El apetito de destrucción había sido insertado. Y adelante se abría el mundo entero, el peligro, la adrenalina, MTV, la maleza, la jungla, las amazonas.
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