
“You can’t start a fire, you can’t start a fire without a spark…”, arroja con su rasposita voz de treintón Bruce Springsteen en el biggest hit de su vida. Y sí, eso mismo le sucedió para escribir “Dancing in the Dark”: la pequeña chispa que se volvió pira provino de una leve colisión, de un roce con su entonces manager. “Jon (Landau) había estado jorobándome con escribir un sencillo; es algo que él no acostumbra hacer, pero ese día insistió en que creara algo muy directo, así que me tenía enojado, molesto. Yo había escrito un manantial de canciones y de cierta forma estaba saturado por todo ello. Habíamos estado haciendo el disco durante un largo tiempo y estaba un poco aburrido con la situación”, le confesó Bruce en 1987 a Bill Flanagan.
Fastidiado con las cantaletas del otro, Sprinsgteen se fue a casa y antes de que muriera el día, se sentó en la esquina de la cama, aventó los zapatos y llenó una hoja de papel garabateando todas esas ideas terrenales en las que sacó su tedio y hartazgo. Enalteciendo las paradojas, escribió versos y versos a granel acerca del hombre seco, falto de inspiración, raquítico y prematuramente viejo al que la vida le oprime y le vuelve a pasar por encima día tras día, rasurándole juventud y amputándole energía. “Messages keeps gettin’ clearer, radio’s on and I’m movin’ ‘round my place, I check my look in the mirror, wanna change my clothes, my hair, my face, man I ain’t gettin’ nowhere…”
Pocas horas después, el sendero a la inmortalidad había quedado abierto y despejado para el gran hijo de Nueva Jersey. Líricamente, «Dancing in the Dark» estaba construida y lista para ser, sin querer, la gran banderola de Born in the U.S.A., el álbum en cuya portada luce el trasero del rockero en unos vaqueros ajustados. Acatando el consejo de sus cercanos, Bruce se había inscrito en el gimnasio para acomodar las carnes, duplicar sus visitas al espejo y completar su transformación en icono pop. Habiendo compuesto más de setenta piezas para el proyecto, el rock de estadio le esperaba a la salida.
Landau, el otrora periodista que un buen día declaró «He visto el futuro del rock and roll y se llama Bruce Springsteen», caminaba esponjado con su encomienda hecha realidad, cierto de que el séptimo disco del cantante tenía, por fin, el single idóneo para echarse al bolsillo a millones.
La puesta en circulación oficial del sencillo, si bien relevante y merecedora del segundo lugar en el Billboard Hot 100, jamás se acercaría a la magnitud del respectivo video, aquél que dos generaciones recuerdan como el clip en el cual “Él mira a una chica en las primeras filas, le extiende el brazo y la invita a bailar en el escenario». El público enloquece. Rodillas y codos moviéndose uniformes, cadenciosos, sin arriesgar los huesos, sonriéndose el uno al otro, ondulando en la noche con sus pantalones de mezclilla y sus playeras blancas. Los años 80, su sonido y su pinta, enmarcados en la lente de Brian De Palma.
“Cuando miro el video, digo… ‘Dios’. ¿Vieron mi baile? Fue patético, no soy tan mala bailando, pero aquello fue horrible. Me mataban los nervios”, le dijo Courteney Cox a Howard Stern en 2022, treinta y ocho años después del casting en el cual acabó siendo la elegida por el afamado cineasta, venciendo a un buen número de chicas que se dedicaban profesionalmente al baile. «Supongo por eso me escogieron, querían algo así como una fan que no se la creyera…»
Un cantautor mordiendo el cielo con su oda al bloqueo y una chica con dos pies izquierdos bailando con él y moviendo al mundo sin más recurso técnico que una sonrisa indeleble y una mirada chispeante. Maneras de encender pequeños fuegos e iluminar la oscuridad.
Courteney despegó, se dejó crecer el cabello e hizo de la actuación su modo de vida, mientras que Bruce cruzó la estratósfera, acató el mote de The Boss y siguió buscando parejas para ese inning apoteósico en sus conciertos donde bailar mal sobre el entarimado es ridículamente fascinante.
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