Fue la entrevista del 6 de marzo de 1967. La conversación seca y franca en la que Judy Garland negó ser aquella chica boba y rica que muchos habían advertido detrás de ese maquillaje, esa naricita respingada y esos grandísimos ojos, dignos del Technicolor.
La plática en la cual Barbara Walters llegó a consultarle si era verdad que en sus conciertos ya no se sentía plena al interpretar “Over the Rainbow”. “Por supuesto que eso no es cierto. Es la mejor canción jamás escrita”, respondió tajante la Judy de cuarenta y cinco años y cuatro divorcios con respecto al inmenso clásico que tres décadas antes salió de las mentes de Yip Harburg y Harold Arlen para ser incluida en la cinta de llanuras Art Deco, The Wizard of Oz (1939).
“Hay que recordar el tiempo en que la escribí. Fue unos nueve años después de que iniciara La Gran Depresión, y la gente en todo Estados Unidos se preguntaba si había un final para todo este… sufrimiento”, afirmó alguna vez Harburg, encargado específicamente de la lírica de la composición que le valió un Premio de la Academia. “En este punto del musical, Dorothy (la pícara soñadora interpretada por Garland) se encuentra bajoneada. Como gente dedicada a la granja, ella y su familia no poseen mucho, así que cuando Miss Gulch amenaza con llevarse lejos a Toto, ella siente que su vida es terrible”, ahondó el meticuloso letrista, experto y ducho en el arte de fabricar clásicos de ilusión en contextos complejos y adversos para la sociedad estadounidense como “Brother, Can You Spare Me a Dime?” Puro anhelo, puras ilusiones y ganas de encontrarse con linduras como un arcoíris que transporta a otro sitio precisamente cuando la realidad es tan cruda que ronda el espanto. En el filme la Dorothy caracterizada por Garland quiere abandonar su desesperante realidad. Y en el mundo verdadero millones de norteamericanos desean hacer lo propio.
«Y tenemos a esta niña, una chiquilla que anhela estar fuera de este maldito lugar. Quiere ir a algún sitio, cualquiera que sea. Kansas es un lugar seco y árido y lo único lleno de color en su vida es un arcoíris, algo que fue suficientemente bueno para Noah como lo es para mí», le contó Yip a The Washington Post en 1981, poco antes de morir. «Así que escribimos de eso. Harold compuso una gran melodía sinfónica y me fascinó, pero le dije… ‘Esa no es una canción para una niña, es para Nelson Eddy’. Pero Harold tenía un perrito al que llamaba por medio de un silbato que sonaba como ‘Dee-dle, dee-dle, dee-dle’ y el día que lo oí, le dije… ‘¡Ese es nuestro puente!’ (…) Al final, consiguió que la canción fuera infantil y hermosa.»
Así más o menos Harburg y Arlen desquitaron los 25,000 dólares que la Metro Goldwin Mayer les pagó a cambio de armar el score del proyecto Oz a mediados de 1938, cuando lo único que estaba claro era la inclusión de Judy Garland en la cinta.
El resultado no es tan lejano a la afirmación de Judy en aquella entrevista que concedió a Barbara Walters a finales de los sesentas: una de las creaciones más grandes en la historia de la música, apalancada en la búsqueda inocente de todos esos arcoíris que parecen trampolines al más allá. Al lugar donde los problemas se diluyen como gotas de limón. Agrias y, sin embargo, juguetonas.
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