Casi cuarenta años antes de dejarnos grabada en la mente ese rostro arrugado y listo para morir por un cáncer de hígado, Lou Reed se dejó mimar en los brazos de una chica transgénero de nombre Rachel a la que dedicó cientos de madrugadas de desvelo y un puñado de canciones bonitas. Una muy alabada y casi siempre incluida por los fans en los Top 10 de su catálogo solista fue «Coney Island Baby», misma que sirvió para bautizar su álbum de 1976.
Repartidas a lo largo de más de seis minutos semilentos y adornados con una guitarra que acaricia la oreja, las letras de esta composición no ocultaban demasiado. Integraban una oda a la nostalgia por las épocas de Lou en Long Island y Brooklyn y también una especie de carta de amor hacia esta mujer que lo flechó instantáneamente en una noche de 1974, cuando ambos intercambiaron miraditas lascivas en el Club 82. «Fue en un bar nocturno en Greenwich Village. Había estado despierto durante días, como de costumbre, y todo era parte de esa fase súper real. Entré y allí estaba esta persona increíble que vibraba fuera de todo. Rachel lucía un maquillaje maravilloso y obviamente estaba en un mundo diferente al de cualquier otra persona en el lugar. Finalmente hablé y ella accedió a venir a casa conmigo», compartió Reed a la revista Bambi. «Rachel estaba completamente desinteresada en quién era y qué hacía. Nada podía impresionarla. Apenas había oído mi música y no le gustó tanto cuando lo hizo», agregó el neoyorquino que en aquella década podía charlar con alces, marmotas y peces gracias a la heroína.
El devaneo fue llameante, picante y carnívoro, salpicado de episodios dignos de ser llevados al teatro, pero también de atardeceres en los que el músico se dejó dedear los rizos con la cadencia y la maña con las que se enreda una pasta italiana.
Componer esa canción remojada en romanticismo fue tan solo una ola rompiendo en un violento maremoto de impulsos y frenesí que apenas y cupo en el apartamento que la pareja compartió. «Oh, my Coney Island baby, now I’m a Coney Island baby, now I’d like to send this one out to Lou and Rachel», declamaba enamoradísimo el rockero, volcado hacia esta joven estilista de orígenes latinos y masculinos que, según las malas lenguas, vivía atormentada por tener un pene tan pequeño que le infundía ganas de mutilarse. Problemón, severo problemón que se hizo habitual y cotidiano porque Lou, liberado como nunca antes en su rol bisexual, la concebía perfecta y así intentaba templar los ratos de impotencia.
Pese a la gira que emprendieron juntos y las gigantescas hogueras que ardieron en nombre del amor brioso, el lazo palideció cuando se acercaba el cuarto año, perdió fuelle y en algún momento de 1978 Lou y Rachel decidieron terminar.
Acaso por lo que dolió decir adiós a la musa de «Coney Island Baby», Reed no volvió a mencionarla en público. Así, quedaron dos vestigios para la historia: un manantial de versos escritos en su honor, grabados en aquel luminoso octubre de 1975 e interpretados en los tours subsecuentes, y una persistente y maldita duda de si Rachel murió víctima del SIDA en los noventas o si aún ronda por ahí, envejeciendo y cautivando caballeros con ese mentón afilado y esa mirada que parece de ella, pero también de él.
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