«You shower me with lullabies as you’re walking away, reminds me that it’s killing time… on this fateful day…»
Cuando todo se viene abajo, el corazón se deshidrata y el pantano se traga a los enamorados. Y a los sobrevivientes de la catástrofe sólo les queda recordar las veladas veraniegas y los tiempos idos en que la felicidad empanzonaba el cuerpo. Pero eso no cambia el desenlace amargo, lacerante y tortuoso. Hay un final para todo y resulta lastimosamente cierto que algunas relaciones se subtitulan con sangre.
Así están construidas las paredes líricas de «The Bitter End», single que Placebo publicó en 2003 y que fue incluido de último momento en la nómina de Sleeping With Ghosts. Afilado y directo, el tema voló tan alto en las sesiones de estudio que fue seleccionado como primer apuesta promocional de un álbum que resucitó al grupo, rompió tres años de sequía e incluyó elementos electrónicos destinados a enfatizar vaivenes emocionales.
«Se refiere a parejas cuyo lazo se está quebrando y a la ira que los envuelve en esos momentos, del deseo que de pronto proviene de las heridas. Dos personas abandonando una relación con el menor número de heridas posible», mencionaba con su acostumbrada ambigüedad el cantante Brian Molko a M6 Music.
«Es refrescante y alentador ver que muchos niños se han conectado a Placebo a través de ‘The Bitter End’. Tener todavía ese nexo con la juventud es genial. Es una reivindicación, te hace sentir que no estás listo para tu pipa y tus pantuflas», se entusiasmaba entretanto con The Sydney Morning Herald.
Eran tiempos en que el nacido en Bruselas se encomendaba al impacto de los antidepresivos y trataba de convencer a cercanos y extraños de que era un Brian diferente. Agradecía no ser una baja más entre los rockeros que mueren jóvenes, pero aceptaba que sus vendavales internos tijereteaban su estabilidad y lo hacían crecer muy lentamente. En un santiamén podía ir de deidad a microbio. «From the time we intercepted, feels a lot like suicide, slow and sad, getting sadder…»
Eventualmente usado en incontables noches como cerrojazo de los recitales la huracanada «The Bitter End» fue compuesta en un tris y recuperó el fundamento del grupo, entonces criticado por abandonar el estilo estridente que a finales de los noventas le había consagrado como platillo favorito de miles de adolescentes atormentados. Con un Robert Smith que en sus cuarentas ya lucía un semblante raído, el espectral Molko era candidato natural dentro de la sucesión de rockeros de glóbulos negros. Era, en sí mismo, una versión «reseteada» de sus propias influencias. Y, además, conservaba el legado de los espíritus incomprendidos. Qué mejor.
«Habíamos invertido mucho en tecnología y sintetizadores y deseábamos crear algo más vivo, más exuberante y punk. La idea de la canción surgió de un par de cuerdas de Stefan Olsdal (guitarrista y bajista) y ¡bang!, dos días después estaba hecha», ahondó Brian sobre esta radiografía del amor en ruinas.
Así dio crédito el vocalista a su larguirucho cómplice, con quien en la adolescencia se encerró en una vieja habitación con el fin de embadurnarse con los sonidos y distorsiones de Sonic Youth. En esos ayeres en que Molko era un bisexual que disfrutaba vestirse de mujer y Olsdal un gay que se retaba a sí mismo recibiendo sexo oral de chicas anónimas. Piratas del deprave.
Sobre esto crearon canciones en otros tiempos, cuando descarrilarse y atascarse con desconocidos les tapaba los poros. No por nada Brian se confirmó en su momento como absoluto apologista de la perversión, cuando reveló que una madre y su hija le propusieron un trío sexual. Confesión reprobable no por obscena, sino por dejarnos sin el final de la historia.
Alejado de estas aventuras disolutas, «The Bitter End» lo reflejó como un letrista más maduro. También más explosivo… y más infeliz.
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