Con cabello largo y un tinte más rubio que en su promedio histórico, aderezado además con una sonrisa continental que le arrugaba los pómulos, David Bowie se enjuagó en agradecimientos frente a una pequeña concurrencia que asistió a verlo el 27 de junio de 2000 en el BBC Radio Theatre de Londres. Y así, en la inercia de la emoción, anunció uno de sus clásicos colosales diciendo que había que poner a trabajar la máquina del tiempo.
«Hay que volver a 1970. Sigue un tema del que estoy muy orgulloso, ha sido versionado varias veces y creo que en su momento fue una especie de rúbrica mía. Se llama ‘The Man Who Sold The World’», lanzó.
Pocas veces se vio a un camaleón tan burbujeante, tan enseñadientes. Con decir que organizó el típico jueguito rítmico de aplausos mientras interpretaba los coros y permitía que, entre tanta jarana y bulla, la greña le tapara el ojo derecho, ese que lo hizo único. Actuaba resuelto, en magnífica forma, más luminoso que aquel chaval que tras su éxito de 1969, «Space Oddity», prosiguió el camino con el álbum The Man Who Sold The World y esa provocadora imagen de la portada en la que aparecía enfundado en un vestido femenino.
Justo se emperifolló y lució dicho atuendo rosita para una cita con la revista Rolling Stone en 1971, entrevista que aprovechó, entre otras cosas, para enfatizar que su total rechazo a volverse un músico de medio pelo. Nadie lo había cuestionado, solito se enrolló. «Si soy mediocre, dejaré el negocio. Por eso mis actuaciones como show son tan importantes. Digan a sus lectores que podrán aclarar la mente acerca de mí cuando empiece a recibir publicidad negativa, cuando me hallen en la cama con el esposo de Raquel Welch.»
Farruco. Así chachareaba el del barrio de Brixton, el rockero ambiguo que en los equívocos y confusiones se vitaminó y en las verdades a medias fundó su identidad. Cada que alguien trató de encasillarle, Bowie fue agua en las manos. Un tipo que en el escenario podía arrodillarse ante su guitarrista Mick Ronson para simular una felación y que poco después negaba con vehemencia todo vínculo con los impulsos gays.
Para no desentonar, las encharcadas letras de «The Man Who Sold the World» siempre desataron análisis alocados, muchos enfocados en un hombre incapaz de reconocerse a sí mismo. El torbellino de rumores terminó en enero de 1997, cuando en una amena plática con Mary Anne Hobbs, David encendió la antorcha y dio norte entre aguas oscuras.
«Supongo que la escribí porque había una parte de mí que estaba buscando. Tal vez ahora me siento más cómodo con la forma en que vivo, con mi estado mental y con mi estado espiritual, hay cierta unidad hoy día», delató. «Esa canción siempre ejemplificó una noción de lo que uno siente cuando joven, cuando sabes que hay un pedazo de ti que no has consolidado, estás en esa gran búsqueda y esa enorme necesidad de descubrir quién eres.»
Sobrada explicación de una deidad del rock que de contrabando se trajo ideas entonces trituradas por los puritanos, pero que al tiempo se hicieron sendero para esos tantos que anhelaban vociferar lo mismo, pero que tenían la boca taponeada y la lengua amarrada.
«I laughed and shook his hand, and made my way back home, I searched for form and land, for years and years I roamed…»
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