No es exageración. Al buen Frank le vibraba el moño negro cada que la orquesta a sus espaldas arrancaba «Strangers in the Night». Sus hordas de admiradores, especialmente las esposas y amantes de éstos -casi siempre calladitas por cumplir el bien hacer de la época-, echaban por delante el vendaval de aplausos y vítores, y el crooner más gangsteril y libertino sobre la faz de la Tierra correspondía con una sonrisa pequeñita, encantadora, arrebatadora. Poco ahínco para lo mucho que detonaba. El embrujo de los apuestos.
Pero así pasaba cuando Sinatra, con su distintivo ladeado de cabeza y esas canas que jamás necesitó asfaltar, canturreaba la historia de un par de enamorados que intercambiaban miradas y se cuestionaban qué tan factible sería mandar al demonio el «qué diran» y lograr hacer el amor… antes de que la noche terminara.
La creación de semejante gema se le acredita a Ivo Robic, croata nacido en 1923 que hizo la maqueta de la melodía con el fin de presentarla en un pequeño festival local. Sin embargo, fue el productor, compositor y director de orquesta alemán, Bert Kaempfert, quien consiguió los derechos y se propuso darle eco a la pieza. Primero la pulió, luego la llamó «Beddy Bye» y finalmente la incluyó en el score de A Man Could Get Killed, filme que llegó a las salas de cine en marzo de 1966.
El manoseo no paró ahí y la «oruga» de los extraños en la noche sufrió más cambios cuando James Bowen, buen amigo de Sinatra, sugirió a Kaempfert enriquecer el corte con apoyo de los letristas Charles Singleton y Eddie Snyder. Este último reconocería años después que no le tomó mucho tiempo cumplir con la encomienda, inspirado en el recuerdo de un hombre que había visto sentado en un bar, estupefacto y sin dejar de mirar a una chica. «Nos tardamos pocos días, pero lo logramos. Desde entonces, nunca tuve que volver a trabajar», presumió Snyder.
El resto quedó en brazos de la historia. Los tórtolos de aquella época y las generaciones inmediatas convirtieron a «Strangers In The Night» en patrimonio estadounidense con sabor a miel, a pesar de que el hombre que más la acercó al cielo, el mujeriego y fanfarrón cabecilla del Rat Pack sesentero, exhibió su repudio a la canción tanto como pudo.
«La primera vez que escuché a Don Costa interpretarla hace años… ¡la odié! Y todavía la odio, así que demándenme, disparen esas balas sobre mí, ¡disparen!», dijo en 1990 el desparpajado Frank a sus leales neoyorquinos segundos antes de interpretarla, dejando en claro que lo que para su grey era un océano entero, para él era un flaco riachuelo. Ni duda cabe. El capo de Nueva Jersey era ríspido, pero -leyenda famosa- sus seguidoras lo amaban a tal grado que preferían orinarse en los asientos durante los recitales que perderse «la siguiente».
Parisula Lampsos, una de las amantes de Saddam Hussein, reveló en su libro que el dictador iraquí pasaba muchos atardeceres en su casa de Bagdad viendo The Godfather, repasando videos en los que sus enemigos recibían brutales golpizas o bailando «Strangers in the Night» delicadamente con alguna concubina.
«And ever since that night we’ve been together, lovers at first sight, in love forever, it turned out so right…»
Con ojos dorados, postura mansa y pegándose «de cachetito», según testimonió la consorte, Saddam intentaba moverse lo mejor posible, mientras la alfombrada voz de Sinatra se fugaba del tocadiscos.
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