«Oh I miss the kiss of treachery, the shameless kiss of vanity, the soft and the black and the velvety… up tight against the side of me«.
Restaban horas para que The Cure actuara por segunda noche al hilo en el Palais Omnisports de Paris-Bercy. Se ocultaba el sol en aquel 9 julio de 1989 cuando Robert Smith y el bajista Simon Gallup, completamente relajados tras el habitual soundcheck, concedieron unos minutos al fanzine francés Three Imaginary Boys para hablar de su más reciente propuesta de estudio, Disintegration, y para tratar a fondo el significado de la pieza que daba título al disco, misma que por su entramado hipnótico y cíclico relacionó el entrevistador de Smith con «One Hundred Years» (1982).
«Musicalmente esas canciones son similares, pero líricamente no, porque ‘One Hundred Years’ habla desde la primera línea de rendirse… ‘It doesn’t matter if we all die‘. Eso implica cero esperanza, mientras que ‘Disintegration’ refiere a alejarse de alguien, siendo una canción, en cierto sentido, más esperanzadora. ‘Disintegration’ trata sobre los horrores en una relación», aclaró Smith.
Fue la época en que muchos creían que habían reaparecido los ciclones en el alma de Robert, los meses en que se pensaba que éste se abrazaba mejilla a mejilla con la depresión, demonios a los que parecía amar, a juzgar por su pasado reciente y tortuoso. Fue, a la vez, el tiempo en que muchos temían lo peor: que el Prayer Tour fuese la última gira mundial de The Cure, la despedida previa a la fractura total. Con semejante título de canción y de álbum… ¿cómo no imaginar la demolición?
El británico escribió el tema «Disintegration» el 20 de abril de 1988, justo en la víspera de su onomástico veintinueve. Siempre caprichoso y acostumbrado a hacer su santísima voluntad, había bautizado la placa como una siniestra forma de retar al destino. «Ese día reparé en el hecho de que al año siguiente celebraría mis treinta años y de cierta forma expuse cómo me sentía, pero aclaro que no es una constante. Eso es lo difícil de escribir canciones deprimentes, la gente piensa que así eres todo el tiempo. En mi caso no es así, sólo suelo desahogarme cuando estoy deprimido», reviró el hombre cuya fantasmagórica cara aparece en la tapa del álbum, simulando que se está ahogando. Bonita sugerencia del entonces guitarrista, Porl Thompson.
En realidad, únicamente dos cosas arponeaban la serenidad de Smith: el estatus de The Cure como una banda capaz de abarrotar estadios… y el miedo a envejecer. «Me siento viejo hoy, tengo como ciento treinta años», pronunciaron los labios color sangre sin más.
Ya en plena noche parisina, Gallup, O’Donnell, Williams, Thompson y Smith iniciaron con «Plainsong» un show de tres horas en el que desfilaron más de treinta temas que sirvieron para apuntalar esa supuesta agonía del rockstar. «Disintegration» fue la decimoctava canción del set y el anciano de treinta años la cantó con más intensidad y vehemencia que cualquier adolescente de setenta.
Un genio cuyos sobresaltos se convirtieron durante décadas en obras maestras, tal cual sucedió con esta larga y aparentemente interminable pieza que, sin la necesidad de ser etiquetada como single, se volvió clásico entre los parroquianos de la congoja. Sus seguidores. Su tipo de fanáticos.
Smith, el ídolo gigante metido en el cajón de la aflicción y la melancolía. El falso vejete que no ha vivido apoyado en un bastón, pero que sí habita un planeta oscuro y colmado de telarañas.
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