El beisbol podría ser de gran utilidad para explicar las ironías alrededor de «Wonderful Life», el más grande éxito, acaso el único verdadero, en la carrera de Black, proyecto que pasó de trío a mero pseudónimo de un músico.
Ese pelotero era el apuesto Colin Vearncombe, un fanático consumado de Elvis Presley nacido en Liverpool que a mediados de los años 80 abanicaba y sufría un sinnúmero de strikes en su andar personal y profesional. Incapaz de conducir con suficiente cautela, impactó su coche varias veces en un cortísimo periodo de tiempo, salvando el pellejo por intercesión de quién sabe quién. Su madre había enfermado, su sello discográfico decidió dejar de apoyarlo luego de tres años de registrar canciones alérgicas al éxito y, para acabar el hilo maldito, perdió su casa, lo que convenció a su entonces mujer de alejarse.
Y ahí… con dos outs en la novena y la multitud pidiendo el ponche, llegó el macanazo.
«Mi primer matrimonio se arruinó y en ese momento escribí una canción llamada ‘Wonderful Life’. Es una de esas grandes risotadas de la vida (…) Terminé escribiendo un par de piezas que fueron las más exitosas que he compuesto. Mi ex esposa es indirectamente responsable de que yo tenga un hit», afirmó orgulloso Vearncombe en uno de los tours posteriores de Black.
El impacto no subió inmediatamente a la pizarra tras la grabación de «Wonderful Life» en 1985. Fue en una posterior reedición cuando Colin pegó el jonrón, vació las almohadillas y abarrotó cuanto anfiteatro pisó. Si bien no dio con tubo en Norteamérica, las listas de éxitos de Suiza, Alemania, Italia, Austria y Reino Unido colgaron su apellido. Con la mitad del copete de Elvis y un octavo de su encanto, el inglés prendió suficientes marquesinas para restaurar la alegría, disipar los demonios y olvidar las tragedias que le habían hecho creer que algún drogadicto se había apropiado de su muñeco vudú.
«No need to run and hide, it’s a wonderful, wonderful life, no need to hide and cry, it’s a wonderful, wonderful life«, cantaba Colin ante fans de todos colores y sabores, mientras el sintetizador, siempre farsante, hacía jurar que una marimba veracruzana acababa de recalar en Europa. Y el estribillo era tan dulzón y contagioso que podía dejarse en manos de las masas y aprovechar para tomar agua, acomodarse el copete y secarse el sudor. Con su eterno saco largo, el frontman se movía menos que un búho, pero se las arreglaba para provocar sonrisas como el bateador que a cada rato pega sólido y regala pelotas a algún suertudo en la grada.
La racha luminosa de Vearncombe se confirmó cuando el amor le mostró los ases a través de la sueca Camilla Griehsell, con quien decidió casarse. El ritmo vivaracho de una canción a partir de un revés lacerante había permitido a Colin aproximarse a un porvenir maravilloso de la mano de la nórdica, pero un tornillo de su juventud permaneció peligrosamente flojo: jamás dejó de ser mal conductor.
No hubo claridad en los detalles, pero se supo que su último percance automovilístico se dio sobre asfalto congelado a pocos kilómetros de la terminal de Cork, ciudad irlandesa en la que el británico decidió hacer nido porque alguien le había dicho que era el lugar «más seguro del mundo».
El apuesto pelotero estuvo dos semanas herido y en coma hasta que sus familiares, aplastados por un parte médico apodíctico, decidieron desconectarlo el 26 de enero de 2016.
Acaso esa vertiginosa pelota, la que no vio pasar, fue el strike que en definitiva venció al rubio que se enjuagaba la lengua entonando el credo de que la vida es una cosa maravillosa.
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