
Lengua clara y con esa vozarrón celestial, desgarrada e intimidante, Nina Simone declaró que nunca fue ni totalmente amada ni enteramente reconocida. Pero su realidad personal no la inmovilizó y por años hizo innumerables proclamas en defensa de la comunidad negra sin quedarse a medias, sin titubeos ni temor a alojar una bala. La movía el deseo de que su gente encontrara la dicha, aún en medio de un racismo lacerante, con revólveres y fusiles listos, una segregación atronadora y pocas veces vista.
En un recital en Londres, en el 1968 que se cimbró con los tiros que mataron a Martin Luther King y a Robert F. Kennedy, la Alta Sacerdotisa del Soul cantó exultante y a todo pulmón “Ain’t Got No, I Got Life», dos canciones en una, el pantano y el palacio, lo que no se tiene por lo inequitativo del mundo y lo que abunda por gracia de Dios. Dos intensas letanías derivadas del musical Hair con la musculatura de un credo que en un par de minutos brinca del derrotero a la gratitud.
Incluida en el disco ‘Nuff Said!, esta pieza de carencias materiales y riquezas espirituales cuyo punto de conexión es una pregunta que Nina formula a la mitad (“But what have I got?”), fue explicada con notoria elocuencia por Daphne Brooks, destacada musicóloga de la Universidad de Yale: “Simone pasa con profunda contemplación a través de una historia de desolación, alienación y privación de derechos (‘Ain’t got no home, ain’t got no shoes, ain’t got no money, ain’t got no class’), a una canción completamente diferente, una afirmación jubilosa de autocontrol encarnado (‘I got my arms, got my hands, I’ve got life, I’ve got my freedom’)”.
«Yo me propongo despertar la pregunta por la identidad y el origen: ¿Me gusta ser quien soy? ¿Por qué me gusta? Si soy negra y hermosa, si yo sé que lo soy, no me importa lo que opinen los demás», dijo Nina en una de tantas entrevistas, apelando a la unicidad de cada integrante de la comunidad.
La fiereza de Eunice Waymon, su nombre verdadero, proviene acaso del mismísimo día de 1950 en el que fue rechazada por el Curtis Music Institute de Filadelfia. Con diecisiete años, recibió el primer latigazo del racismo más vergonzosamente diplomático: el escolar. Y desde aquella trompicada fase adolescente, mientras más buscó en el barullo externo, más se encontró en el firmamento interno, en Nina, a solas con sus pies y manos, con su alma y corazón, esos que jamás se van. Todo eso que nadie, empezando por su esposo golpeador y maltratador, podía arrebatarle.
“Teniendo que ver lo menos posible con los seres humanos, en algún extraño sentido, estoy en paz”, afirmó la artista de mirada de roca que siempre se opuso a permanecer estática y a arrojar discursos comodinos entre canción y canción. Incluso, a su muy querido Martin Luther King le habló con sinceridad para admitir su incapacidad de ser una pacifista doméstica y agachona. Cantaría todo lo que su vigor y salud le permitiesen con tal de honrar el espíritu negro, no importándole acabar en un callejón despellejada, mutilada o tiroteada.
Por aquí y por allá hay versiones en directo de «Ain’t Got No, I Got Life» que exceden los límites de velocidad. Precisamente son esas las que se meten en los tuétanos, remueven el aire y alzan el polvo, las que hacen llorar y a veces gritar. Son Nina misma, pletórica y presta, para arengar a los suyos en un pastizal de Mississippi o en una callejuela de Alabama. La Simone revolucionaria, cruda y frontal que no le tuvo miedo a 1968, ese año salpicado de sangre que a plomo y estruendo se cargó a varios valientes.
Opina en Radiolaria