En 1996 se hizo la luz para The Wallflowers con Bringing Down The Horse, álbum con una tapa de estrellas doradas sobre fondo negro y cuyo primer track hechizó a tres cuartas parte del globo: «One Headlight».
Aquella maravilla escogida -qué ironía- como segundo simple de la placa desencadenó un tsunami mediático que al correr de los años la convirtió en la memoria más refinada de la marca Jakob Dylan.
Y como pasa a menudo con los hits alternativos que invaden la programación radiófonica casi instantáneamente, llegaron las elucubraciones y leyendas alrededor de los versos. Entre las conclusiones arrebatadas de rotativos y tabloides brotó una que tenía sabor: según esto, Dylan se había inspirado en la muerte de una chica no precisamente cercana a su círculo de relaciones («Well ‘ey said she died easy of a broken heart disease… as I listened through the cemetery trees…«)
Desde que le fue cortado el cordón umbilical en 1969, Jakob cargó el monumental peso de un apellido entre honorable y celestial en el planeta música. El enorme legado de Bob hundía irremediablemente una daga de comparaciones en el ojiverde cuando éste transitaba la mitad de sus veintes y arriesgaba la carne ante las cámaras y los sabelotodos del rock.
Pero el neoyorquino de piochita fea y cara bonita comprendió y atajó esta «maldición» desde que decidió colgarse la guitarra y ganarse la vida en anfiteatros sin gozar de los frutos de su árbol genealógico. No de a gratis dejó en claro más de una vez que sus grandes ídolos eran Tom Waits y Bruce Springsteen, y cuando llegó la oportunidad de explicar las motivaciones detrás de creaciones gigantes como «One Headlight» no hubo estruendo.
«Creo que se dio un malentendido sobre la canción. Hay quienes me preguntan si alguien verdaderamente murió. En realidad… nadie», dijo Jakob en diciembre de 1997. «Se refiere a la perseverancia. Siempre he pensado que las personas te tratan del modo en que tú las tratas. A todos nos agradan las oportunidades, nos gusta que nos brinden al menos una, y en los tiempos en que la compuse no sentía que me fuera dada una oportunidad. Sentía que no podía hacer que el entorno me escuchara.»
Se confirmaba que al enigmático nene, más que aclarar metáforas de bajo costo, le placía echar al ruedo una realidad: él y sus compañeros en The Wallflowers habían luchado lo indecible para tocar tierra con su segundo disco de estudio. Era una llana queja ante la carencia de respaldo, pero expuesta a lo largo de cinco minutos de una forma tal que tanto la insistencia como la maestría derivaron en la obtención de un Grammy a Mejor Canción de Rock.
«A veces debería existir un código entre los seres humanos basado en el respeto y la valoración», sentenció Dylan en otra entrevista.
Bringing Down The Horse fue cuádruple platino gracias a que su sencillo insignia dio fortísimos coletazos por doquier, llegando a ser puntero en varios listados estadounidenses de la época como el Hot Mainstream Rock Tracks, el Hot Modern Rock Tracks y el Hot Adult Top 40 Tracks. Y como última capa de barniz, la revista Rolling Stone lo mandó al sitio 58 de Las 100 Mejores Canciones Pop de la Historia.
Por decir lo menos, la apuesta había sido exitosa, y el seriecito rockero -que no el cuarto hijo de Bob- se proclamaba libre sin vociferarlo y sonreía al brillar sí con apellido heredado, pero con guitarra propia. Era más Jakob que Dylan.
Si la placa debut de su banda en 1992 había vendido 40,000 copias, aquí la cosa encontraba otro resultado. La pieza que había logrado agradar a los dioses del mainstream era un faro que daba guía, rumbo y aliento. Y qué mejor que sin ningún difunto en la travesía…
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