Las mil y un cosas que suceden en un sitio discreto en medio de una urbe bombástica. El que una estudiante con nombre de clásico de Leonard Cohen entre a un café en la esquina de Broadway y 112th St. y una hora después salga de ahí, con el estómago feliz, una canción garabateada y un hitazo listo para existir.
Justo en esas coordinadas está el Tom’s Restaurant, un negocio que despacha desde mediados del siglo pasado donde las malteadas y los batidos son altamente apreciados por los estudiantes de la Universidad de Columbia.
Una mañana lluviosa de noviembre de 1981, Suzanne Nadine Peck (el apellido Vega viene de su padrastro puertorriqueño) hizo escala en el Tom’s, tomó una mesa, abrió el New York Post que otro comensal había dejado y se topó con una necrológica que le hizo alentar sus sorbos al café. La muerte no era novedad en esa sección del diario, lo que le hizo abrir el ojo fue que el finado fuese un actor californiano de sesenta y tres años y ganador de un Óscar que había trastabillado con un bultito de alfombra en su casa. Al caer, su cabeza golpeó con el filo de una mesilla, lo que le hizo perder el sentido y desangrarse.
El famoso era William Holden, un rubio altote y apuesto de ojos turquesa y sonrisa que hace, como sastre, el dobladillo perfecto en las mejillas. Su cuerpo, ya empezando a descomponerse, fue hallado tres días después del percance.
«Estaba en ese café reflexionando sobre una conversación que acababa de tener con Brian Rose, un amigo fotógrafo, acerca de la alienación romántica. Me dijo que miraba su vida como si lo hiciera a través de un cristal. Salí del Tom’s con la idea de una canción acerca de un personaje alienado que solamente ve cosas que suceden a su alrededor. La línea sobre el actor que dice ‘murió mientras bebía’ era cierta: el obituario de William Holden apareció en el periódico de esa mañana. Los campanazos de la catedral que se mencionan en la letra eran los de St. John The Divine, calles arriba, aunque reconozco que inventé la parte de la mujer acomodándose las medias», escribió Vega en The Guardian.
Amante de las historias sin grandes recovecos, la californiana se imaginó la canción como la banda sonora de un filme francés, algo de vodevil al piano. «El problema es que yo no tocaba el piano y tampoco conocía a alguien que lo hiciera, así que lo mantuve a capela y empecé a cantarlo así en mis shows. Pronto me di cuenta que en vivo, cada vez que abría la boca para decir… ‘I am sitting in the morning…’ la gente dejaba de beber y de hablar al instante».
El recuerdo quedó a salvo en la memoria de Vega. El 18 de noviembre de 2011 le dijo a los miles que fueron a verla a un concierto en Pensilvania que esa noche se cumplían treinta años de haberse sentado en aquella mesa a concebir «Tom’s Diner» un poco porque era hora de almorzar sin gastar demasiado, un poco porque Holden acababa de fallecer del modo menos pensado y otro poco porque mil y un cosas mágicas pueden suceder de pronto en un sitio perdido dentro de una urbe bombástica.
«I open up the paper, there’s a story of an actor, who had died while he was drinking. It was no one I had heard of…»
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