Y una noche… la menudita Édith Piaf, grandísima a la vez, sollozó como una loca por un amor que le fue arrancado en un instante.
Cabe suponer que su lamento remojaba el viento mientras sus lágrimas se esfumaban y se convertían en nada, sus átomos se dispersaban en honda desazón y su mente era toda memorias, todo recuerdos, todo pasado. El célebre Gorrión de París no vivía, sobrevivía. Esto sucedía en las semanas posteriores al funesto 28 de octubre de 1949.
En esta fecha que alumbró la tragedia y quedó sellada para siempre, Édith perdió a su amadísimo Marcel Cerdan, gloria mayúscula del boxeo francés y hombre que, pese a presumir una pegada bárbara y salvaje, fue suficientemente adulador y galante para enamorarla de la nuca a los tobillos en unos pocos meses.
El pugilista de origen argelino se había subido a un avión para cruzar el Atlántico y reunirse con ella en una de esas jornadas en las que el ansia de los amantes ahoga y el deseo de beberse mutuamente tira coletazos frenéticos; así de locos estaban el uno por el otro.
Pero sucedió. A las 2:51 de la madrugada la aeronave Lockheed Constellation, asignada a la ruta París-Nueva York, se estrelló en un monte de las Azores, en un intento malogrado por recargar combustible. El hombre de los guantes aniquiladores, las decenas de victorias sobre el ring y los centenares de besos entregados en exclusiva a Piaf… dejaba este mundo a los 33 años. Fue solamente uno de 49 desdichados. El más mediático.
«Tomaré el primer barco«, había avisado el campeón mundial de los pesos medios a su amada en un telegrama. «Mejor ven en avión, muero por que me tengas en tus brazos«, respondió ella.
Apenas enterada de la tragedia por su agente Louis Barrier, Édith soportó las sensaciones de quien de pronto empieza a creerse sobrante e innecesario entre los vivos y naufragó en la violenta marea de culpas que inhabilita los músculos, diluye la calma y borra la mirada. «¡Marcel!, ¡Marcel!», gritaba trastornada a pocos centímetros del espejo ahumado en su camerino del viejo cabaret Versailles, según relataron testigos. Pero ni así canceló su actuación. Minutos después, Piaf apareció sobre el entarimado con media alma y ese acuchillante tormento detrás del pecho, decidida a rendir tributo a su más grande amor con esa elegía que contenía líricos casi proféticos.
«Cantaré este tema solamente para Marcel Cerdan», dijo a la audiencia neoyorquina con ojos hechos ceniza. Y cumplió la encomienda con lacerante emoción. «L’Hymne a l’amour», composición que había estrenado un mes antes en Manhattan y en cuya letra se asegura que Dios reúne a todos esos locos que se aman con incalculable pasión, sonó tan exquisita como desgarradora.
Apenas completó el último verso, la diva del pequeño barrio de Belleville colapsó. Todos en el cabaret permanecieron inmóviles. Se dice que sólo un incauto fue a auxiliarla y otro a recoger uno de sus zapatos talla 34.
Aquéllos que han escrito del rutilante y fugaz idilio entre dos amantes que decidieron hacer acrobacias y disparates para acercar París y Nueva York lo más posible, colocan «L’Hymne a l’amour», grabada oficialmente seis meses después de la tragedia, como la canción que anuda como ninguna otra a la menuda Édith y a su bárbaro, pero adorado fortachón… Marcel.
Opina en Radiolaria