– «¿Señor Barrett?»
– «Sí».
– «He venido a visitarlo».
(No hay respuesta).
– «¿Sigue usted pintando?
– «No, no estoy haciendo nada. Sólo cuido este lugar por el momento».
– «¿Por el momento?, ¿está pensando en mudarse?
– «Bueno, es obvio que no estaré aquí por siempre… Adiós».
Esta conversación entre el periodista Tim Willis y el mítico Syd Barrett no duró más de 30 segundos. El final de la misma fue abrupto, tal cual sucedió con todos los reporteros que intentaron acercarse al fundador de Pink Floyd, recluido en su casa de Cambridge desde 1982, dedicado a pintar, a cuidar su jardín, a ir de compras en bicicleta y a no responder los saludos de sus vecinos.
Según Willis, esta visita que le hizo a Barrett en octubre de 2002 resultó impactante. Se topó con un hombre calvo, diabético y excedido en peso, que respondió a su llamado hasta el tercer timbre y lo recibió en trusa, con voz gruesa y mirada oscura, apagada.
Nunca abrió la puerta por completo y, si acaso, dejó ver un sillón gris arrumbado en la entrada. Un viejo opuesto al taciturno y carismático adolescente que enloquecía a las groupies empuñando su Fender Telecaster en el club UFO de Londres a finales de los años 60, justo en la etapa embrionaria de Pink Floyd.
«Lo mejor que uno puede hacer es no molestarle». El consejo que el periodista había recibido parecía ser el adecuado.
La última entrevista que concedió Syd Barrett se dio en 1971, tres años después de haber sido expulsado de Floyd por su deterioro mental derivado del consumo de ácidos, especialmente LSD, y que fraguó una de las historias más trágicas y fascinantes en la historia del rock.
Barrett escribió en 1967 las letras de The Piper At The Gates Of Dawn, disco debut ubicado entre la fantasía y la psicodelia, entre los laberintos de la infancia y las travesuras de los gnomos. La única ocasión en que Pink Floyd balbuceó como niño.
La historia de la banda no hubiese sido la misma sin los meses intermedios del ’67, tiempo en el que Barrett frecuentó el apartamento de su novia Sue Kingsford para «alimentarse» con LSD y activar con ello su propia bomba de relojería. Entre mayo y julio, su comportamiento mutó y su número de parpadeos por minuto descendió considerablemente. Las actuaciones durante la gira sufrieron una metamorfosis y el cuarteto debió adaptarse como su fuese trío durante varias noches al ver que Syd a menudo se quedaba inmóvil, con su guitarra colgando del cuello, la mirada perdida y sin hacer sonar una sola nota.
Poco tiempo después, la banda dejaría de recoger a Syd y en 1968 éste quedaría oficialmente fuera del grupo que él mismo parió.
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