Las despedidas súbitas en el rock han sido tan usuales como las muecas de Tyler o Jagger. Pareciera que sin ellas, la obra está incompleta, no sabe igual, no huele igual, no es igual.
En 1978, no había misterio más hondo en el Macclesfield sucio y desolador que la voz de ultratumba, pero emotiva y frenética, de Ian Curtis, un flacucho que vivía en perpetuo estado de angustia, a veces sin motivo aparente, y que a menudo caminaba enfundado en su chamarra negra con la palabra Hate rascándole la espalda.
De ojos traslúcidos y mirada punzante, Curtis componía en su mente fumando cigarrillos de bajo costo y mirando el techo de su habitación. Su banda Warsaw era una promesa riesgosa, un sueño en extremo difícil hasta entonces y, podría decirse incluso, una alucinación nutrida con gritos y sonidos percudidos (hoy los fans de médula consiguen aquellas rugosas sesiones de grabación a buen precio en los estantes de Camden Town).
El triunfo llegó con el cambio de nombre. Warsaw mutó en Joy Division luego de que Curtis, cada vez más preso de un mundo cojo, aturdido y desesperante, fue hechizado por un libro que describía a las prisioneras forzadas a prostituirse en los campos de concentración. Dolor y más dolor, imágenes ambiguas de un cuarteto que se mantuvo en pie gracias al fruto de trabajos temporales, y a una disquera naciente y elástica, denominada Factory. En pocos meses y sin valerse de singles promocionales, el Joy Division de Ian Curtis estaba en la cresta de una ola llamada After Punk.
Si a sus tres compañeros el éxito les pareció deslumbrante, a Ian la vida le cobró pronto y sin piedad. La epilepsia, mal contra el que entonces pocos remedios existían, lo fulminó en los meses venideros. Varios conciertos fueron detenidos tardíamente porque nadie sabía si Curtis bailaba con su habitual violencia sobre el escenario o si es que estaba siendo presa del monstruo eléctrico que convertía sus ojos transparentes en señales mudas de auxilio. Maestría epiléptica.
A la par, una infidelidad y un divorcio inminente lo colocaron en la posición ideal de las estrellas que se subliman en la tumba. Pero al menos hubo despedida.
El sábado 17 de mayo de 1980, en la víspera de la primera gran gira de Joy Division por Estados Unidos, Curtis escribió a solas en casa una carta a su esposa Deborah. Pidió perdón y también absolución. Después se fue a la pequeña sala de estar, prendió el televisor y se quedó dormido, mientras el filme Stroszek, una tragicomedia de su director favorito, Werner Herzog, corría plácidamente.
En algún momento del domingo, la voz de Joy Division se levantó del sillón y se colgó de una viga en la cocineta poco antes de cumplir 24 años. Cuando lo encontraron, sonaba en su tocadiscos el álbum The Idiot, de su amado Iggy Pop. Ian se había bebido la totalidad de la realidad para ser vomitado en forma de leyenda.
Hace tres años tuve la oportunidad de entrevistar a Peter Hook, bajista y cofundador de Joy Division, en su versión de adulto arrugado y nostálgico. En algún momento de la charla, el gordo subrayó la «frialdad» con la que su amigo se quitó la vida hace 31 años.
Poco después, admitió que Ian había intentado despedirse cientos de veces, pero que nadie le había entendido. Y todas esas llamadas de auxilio estaban justamente en las letras de la banda. Me pidió revisar en particular «Atmosphere», «Isolation», «New Dawn Fades», «The Eternal» y «Love Will Tear Us Apart».
Ciertamente… todo está ahí, en el antiguo testamento de New Order.
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