
Descamisado, salando un pescado congelado y estirando el cuello para ver en diagonal un filme wéstern en una habitación contigua.
La última imagen que Jane Birkin conservó de Serge Gainsbourg, el atrevido donjuán con quien entre 1968 y 1980 compartió un amor tórrido y legendario casi siempre con olor a alcohol, enmarca todo lo que un domingo de amantes debiese ser: pachorra decadente, nulo estrés, restos de comida a punto de caducar y ausencia de amenazas más allá de las espinas del animal refrigerado. Pero la vida suele contradecir las apariencias: Jane y Serge ya no eran pareja en esa jornada de películas y pescado, y el francés moriría pocos días después por un paro cardíaco. Sus excesos acumulados durante décadas le tenían sitiado y marcado, empezando por el tono amarillento en sus dedos a razón de la nicotina. Así que sólo restaba emboscarlo en el día menos pensado.
Solamente la petite anglaise y el narigón seductor supieron por qué tras su ruptura continuaron un hilo sin consistencia ni compromiso durante una década hasta que en ese marzo de 1991 la muerte del compositor desmembró eso que ellos no se atrevieron a evaporar por completo. Gainsbourg intentó explicarlo cuando Birkin acababa de dejarlo: «Jane se marchó por mi culpa. Llegaba a casa muy borracho y en ocasiones la golpeaba. No toleraba que me levantaba la voz: dos segundos de más y ¡pum!. Jane sufrió conmigo, pero después todo se convirtió en un cariño eterno».
Alicaído y dispuesto a desparramar su desconsuelo, el parisino siguió fabricando canciones para Birkin sin importar que ésta ya se meciera en brazos del cineasta Jacques Doillon, ciertamente con mucha menos emoción que en los años previos. En realidad, Jane jamás olvidó al libidinoso y divertido Serge. El caos que los separó también fue anécdota a narrar.
En 2017, cuando la inglesa lanzó Birkin / Gainsbourg: Le Symphonique, un enviado del diario Le Matin le preguntó si después de tantos años quedaba alguna canción que le recordara a Serge y le revolviera las entrañas. Hinchada por la cortisona para paliar una enfermedad pero siempre sonriente, la septuagenaria desarchivó al instante un tema de Lost Song, un disco editado treinta años antes: «¡Sí! ‘Une chose entre autres’, porque la letra está dirigida directamente a mí. Serge escribió… ‘Tuviste más que nadie, lo mejor de mí, ¿es tu culpa? Tal vez no. Las rutas sin averías no existen’. Y eso es cierto, saqué lo mejor de él. La primera vez que la canté, estaba enojado. Hoy, cuando la interpreto en el escenario, pienso mucho en Serge, porque tenía toda la razón, me aproveché de él de una forma extraordinaria. Ni siquiera sé si alguna vez un compositor le escribió a una sola mujer desde los veinte años y hasta su muerte. Tuve una suerte inmensa».
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