Un rostro arrugado, 52 años de edad, tres décadas de carrera y 75 millones de discos vendidos no han provocado que Bryan Adams, con todo y el reconocimiento que lo rodea a nivel mundial y que le permite seguir girando, deje de sentir el nerviosismo propio de un adolescente cuando va a salir a dar un concierto.
«Increíble que lo diga, pero todavía me pongo nervioso cada noche en que salgo a tocar», me dijo Bryan en una entrevista reciente desde Damasco, minutos después de terminar un show de su Bare Bones World Tour, una gira muy distinta porque se atrevió a salir solamente con su amadísima guitarra a interpretar sus más grandes éxitos.
Bryan, el chico que gozó como nadie el verano del ’69, es de esos exponentes que se puede asociar fácilmente con la «música feliz», o al menos, con los ratos agradables de un melómano. Un tipo sencillo, sonriente, optimista, capaz de sacar del horno un álbum como Bare Bones con canciones elegidas según las peticiones de sus fans en Twitter.
Además, el canadiense es un brillante productor, un incansable activista y un extraordinario fotógrafo, cuyo trabajo se ha exhibido en lugares como el Royal Ontario Museum de Toronto, la Saatchi y la National Portrait Gallery de Londres y la exhibición H. Stern de Sao Paulo.
Es el cantautor con más discos vendidos en la historia de Canadá, nominado a tres premios de la Academia y ganador de 18 galardones Juno, suficiente mérito para su inducción al Salón de la Fama de aquella nación en 2006.
Nada mal para aquel niño que desde temprana edad se enamoró de la guitarra y enfrentó de forma vehemente a su padre, un diplomático que se oponía a que se dedicara a la música.
El tiempo le dio la razón al inquieto chaval…
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