RADIOLARIA

El 3 de marzo de 1989 una Madonna de cabello oscuro apareció cantando y bailando con un vestido resbalando de sus hombros, voz desafiante y unas cuantas cruces en llamas como telón de fondo. Sí, cruces en llamas.

Escándalo, horror, rings y más rings del teléfono rojo -¿es rojo?- del Vaticano hasta que algún padrecito atendiera la emergencia y millones de telespectadores a punto de consumir la más grande provocación en la historia de la música pop, a pesar del muy mono e ineficaz warning para impedir que cualquier menor de doce años se asomara.

Era ni más ni menos que la parte medular del video de «Like a Prayer», el single límite y de mayor tonelaje de la diva de Detroit que, así, con los estigmas de Cristo en las manos, presenciando una violación y romanceando con un santo negro, entre otras escenas filosas, mordía como lagarto y clavaba sus creencias para, ahora sí, no soltar. Como una de las pocas cantantes de acción, lucía decidida y a nadie le compraba misericordia barata. Venía de firmar un rocoso divorcio del actor Sean Penn y alcanzaba 30 años de vida sin festejar demasiado. La memoria le funcionaba para mal, a esa edad había fallecido su madre.

«Para el catolicismo nacemos pecadores y somos pecadores toda la vida. No importa cuánto te esfuerces por alejarte de ello, el pecado está contigo todo el tiempo. Fue esta clase de miedo la que me envolvió, me afectó y me lastimó. La música era probablemente la única distracción que me quedaba», reveló Madonna en una entrevista con la periodista Becky Johnston, a quien su management hizo una clara advertencia (más preciso decir amenaza) de no preguntar sobre el nuevo look de la artista.

«A los diez años empecé a echarle ojo a los chicos, recuerdo que los correteaba en la feria, pero las monjas me decían que una buena católica no hace eso. Yo me rebelaba y por eso me reprendían. También me afectaba que no se me permitiera vestir pantalones en la iglesia o en la escuela. Yo le decía a mi padre… ‘Pero… ¿por qué no podría amar igualmente a Dios usando pantalones?’ y él sólo respondía… ‘Porque yo lo digo’», contó la estrella, dejando a la reportera en breve catatonia y sin articular la siguiente pregunta.

En esencia y pese a los millones de dólares que engordaron su cuenta con las descomunales ventas de Like a Prayer, el álbum, Madonna no era tan distinta a las demás chicas. Las 57 fechas del Blond Ambition Tour de 1990 fueron fiel certificado de ello. Desbordadas, miles de rubias y morenas se desgarraban y lloraban en sus recitales, cantando a grito pelado el estimulante coro del sencillo insignia del disco: «When you call my name it’s like a little prayer, I’m down on my knees, I wanna take you there…»

No hubo manera de evitar la condena de la burguesía eclesial tras el incendio que la artesana del caos había provocado. Primero orilló a Pepsi-Cola a cancelar el patrocinio que había firmado con la estadounidense y después rebautizó la citada gira como «Uno de los espectáculos más satánicos en la historia de la humanidad«. Siglo y medio después, la bruja y la inquisición, tan dependientes una de otra, volvían a escena para dar pie a una nueva generación de herejes.

Madonna respondió diplomáticamente con su himno llegando al número uno en más de 20 naciones, incluida la nerviosa Italia. Fue una sutil forma de clavar de manos y pies a sus críticos, mantener la cruz en llamas y adorar a Dios… vistiendo pantalones.